Hay mesas que nunca vuelven a estar completas. Da igual cuántos platos pongas o cuántas copas prepares. En estas fechas tan señaladas, las ausencias se notan más que nunca. No hacen ruido, pero están. Se sientan contigo y te acompañan durante toda la comida. Porque cuando hablamos de vino y personas, lo importante nunca ha sido la botella.
La Navidad y las reuniones familiares tienen eso. Mezclan alegría con recuerdos. Risas con momentos de añoranza. Y te hacen pensar en la gente que ya no está, pero que siempre ha estado, y de alguna manera u otra, permanecen.
En mi caso, es el primer año en el que hay una silla que pesa más. Porque estas fechas para mi iban muy ligadas al vino (ya que siempre he sido el “drug dealer” vinícola de la familia). A abrir botellas que no se medían por lo que costaban o por añada, simplemente Vinazos. Botellas que se abrían con la excusa perfecta: estar juntos.
Mi yayo era parte de todo eso.
Él no hablaba de variedades ni de denominaciones ni de añadas. Para él era mucho más sencillo. Decía “los vinos”. Los probaba despacio, y hacia un veredicto a lo circo romano “esta bueno” o “que porqueria es esta” y daba igual el veredicto ya que siempre acabábamos hablando de cualquier cosa menos del vino. Y eso era lo importante.
Sin darse cuenta, fue una de las personas que más me animó a seguir con esto (mencion especial también a mis padres, que aunque al principio no lo entendían, luego son mis mayores fans!) No con discursos, sino con interés. Preguntando, escuchando y celebrando cada paso.
Recuerdo esas botellas que decíamos que eran “para una ocasión especial”. Y casi siempre acababan cayendo en estas fechas. Porque él lo tenía claro: si estás con la gente que quieres, ya es un motivo suficiente para que fuese una ocasión especial.

Ahora sigo abriendo buenos vinos en estos días. Incluso algunos mejores que entonces. Pero no saben igual. Y está bien que sea así. Porque lo importante no es el vino, son las personas.
Y hay veces que añorar también está bien, forma parte de esta movida. Aun así, también hay sonrisas. Porque abrir una botella y pensar que a él le habría gustado, reconforta. Porque repetir gestos algún que otro improperio como hacia él y brindar despacio hace que, de alguna manera, siga sentado a la mesa.
Las ausencias duelen, sí, pero también recolocan. Te recuerdan qué merece la pena. Y te enseñan que, cuando todo se reduce a vino y personas, hay vínculos que no se rompen.
No somos los únicos a los que nos pasa. Hay quien dice que las primeras Navidades sin alguien querido son las más difíciles, porque todo sigue igual, pero nada lo está del todo.
Hace un tiempo, Hiko Aoki escribió sobre la muerte desde un lugar muy parecido. Sin dramatismos. Sin respuestas cerradas. Solo intentando entender cómo se convive con la ausencia.

Este texto no estaba previsto. No tocaba publicarlo. Pero al sentarme a escribir el articulo para Enero, me ha salido solo, así, como homenaje.
Por lo que doy las gracias a Silvia por hacerme hueco en su web y entender que hay cosas que se publican porque se sienten, no porque toquen.
Va por ti, yayo. Y por todos los que hoy faltan, pero siguen estando.
